El otoño ha llegado a su final…
ya las hojas de los árboles residen en las praderas que han perdido su verdor a
causa del invierno, el ambiente cálido se congela con el paso del viento, los
colores se transforman, se pierden… se reducen al blanco y escala de grises…
Aún recuerdo lo frondoso del
aquel árbol… sí, aquel que está en medio de lo que ahora semeja una pradera de
algodón frívola y sin vida… Aquel majestuoso árbol que daba sombra a mí ser en
días de extenuante sol, que refrescaba mis pensamientos, escuchaba mis
murmullos y con el viento entre sus ramas respondía a cada una de mis lágrimas.
Aquel árbol ha perdido su
color, sus hojas marchitas yacen bajo el manto inclemente de la nieve, sus
ramas están desnudas, vulnerables… el viento pasa a través de ellas y un
silbido decora el silencio, seguido de una punzada en el pecho que te lacera,
te lastima, te hiere sin dejar huella aparente… sólo tus ojos logran develar el
secreto que a tu corazón oprobia y agobia.
Cada hoja era un sueño forjado
entre la naturaleza y mi pensamiento… cada fruto, un logro que había conseguido
gracias a su sabiduría… cada raíz sobresaliente me recordaba las bases fuertes…
ahora… ahora sólo veo el tronco, fuerte, firme… el árbol no ha muerto pero está
reducido a su mínima condición natural, el árbol sigue ahí pero no puede dar
nada más que apoyo, porque no tiene hojas para dar sombra, ni frutos para
alimentar, ni mucho menos raíces que hagan tropezar para abrazar la pradera… Sus
susurros no son alentadores y en su compañía el frío penetra tu vida,
congelándote el alma.
El árbol de mis sueños,
frondoso y perfecto se viste de blanco igual que mis recuerdos, que mi
nostalgia, que mi dolor… que mí ser divagante por el sendero cruel del desierto negro, sopor
emocional, caos racional, cataclismo existencial… todo y nada… sólo el anhelo
de encontrar el paraíso perfecto para aquel árbol maravilloso de mis sueños…